domingo, 1 de mayo de 2011

Gabriela Mistral y Doris Dana

La casa en donde Gabriela Mistral pasó sus últimos años junto a Doris Dana, ya no existe más. Como si la corta memoria chilena nos persiguiera más allá de nuestra frontera, de todas las hermosas casas sin verja de la calle Spruce en Roslyn Harbor, la única que acaba de desaparecer es la que ocupaba el número 15. Debió haber sido demolida hace muy poco, ya que recién se levanta la estructura de madera de la nueva construcción. A su alrededor se conserva la frondosa vegetación de la que Mistral le habló alguna vez a Victoria Ocampo: "Nosotras vivimos en un lugar de puro bosque. Es lindo en verano. Hay un gran silencio triste para algunos, muy dulce para mi con tristeza y todo"... "A seis o diez minutos de la casa está un casi mar, una mar pequeña de ver sin casi oírla". Aquello no es sino una estrecha bahía en la parte norte de Long Island, a no más de una hora de Manhattan.

No pudo Doris Dana encontrar un refugio más adecuado para lo que Gabriela llamaba su "resolución campesina para mi pobre vida en Nueva York." Nuestra Premio Nobel jamás tuvo una buena relación con Nueva York. Ciudad imposible, horrible, apocalíptica, el monstruo helado, según sus propias palabras, sin embargo, allí fue donde por primera vez la vio Doris en el Barnard College, el 7 de mayo de 1946. Doris Dana vivía cruzando los jardines de la Universidad de Columbia, en un departamento en el 435 West 119 Street. A sus 26 años, Dana quedó deslumbrada ante el intelecto de aquella suramericana de 57 años, sintiéndose de inmediato hermanada con ella: "todavía recuerdo vivamente, con angustia, el sufrimiento que reflejaba en sus ojos" ante la audiencia que se apiñaba en torno a la Mistral. Pese a la gloria del Nobel (obtenido el año anterior) la gran chilena tenía un motivo plausible para sentirse incómoda - su escaso inglés -, y una razón profunda a considerarse absolutamente desdichada: el suicidio de su sobrino Juan Miguel (Yin-Yin) a quien criara desde su más tierna infancia.

Gran parte de las intensas cartas de amor que Gabriela escribiera a partir de 1948, fueron leídas por su destinataria en Nueva York. Esta historia que en la ciudad apocalíptica sería hoy apreciada sin rastro alguno de lesbofobia, en Chile debe ser tratada con cautela, en forma neutral, es decir, prefiriendo callar. Pedro Pablo Zegers lo intuyó en el prólogo de "Niña errante": "...una relación compleja y muchas veces mal comprendida, así como también mal asumida, por mistralianos que confunden moral con mojigatería".

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