martes, 21 de junio de 2011

Muy Bella Puerto Rico

Una monja camina por la calles del viejo San Juan y, en la última, un hombre en una de las calles de la zona colonial Mirando a otra dimensión, en la cima de Arecibo, está el Café del Final del Universo. Es el observatorio radiotelescópico más grande del mundo. Creado en 1963 para ver más allá de las galaxias, apareció en una película de James Bond. Ha quedado obsoleto, pero es una de las obras más colosales de la ingeniería humana. Entre el silencio de las estrellas, busca el secreto de esas noches de embrujo en San Juan de Puerto Rico.

Bajo la advocación de San Juan Bautista, es la segunda ciudad más antigua del Nuevo Mundo. El viejo San Juan tiene 325 edificios y ninguno del mismo estilo: gótico, morisco, renacentista, neoclásico, salmantino, isabelino… Sus calles adoquinadas están pulidas y llenas de flores. Sus casas ocres son preciosas. Fue la tierra del gran señor indígena, y los sanjuaneros, orgullosos de sus casas, las abren para que se vean. Adoran a la primera mujer que fue alcaldesa de una capital americana, la gran creadora de servicios sociales, la que “trajo nieve en aviones para que los niños sanjuaneros supiesen qué es tocar la nieve”.

El fuerte de San Cristóbal lo preside todo. Es del siglo XVII y el más grande elevado por los españoles en América. Fue el primero triangular y eso lo hizo siempre inexpugnable a los ataques de franceses, ingleses, holandeses y de piratas como el mismísimo Drake. En lo alto del torreón, tres banderas: la de la Cruz de San Andrés, que es igual que la de los requetés españoles; la de Estados Unidos, y la de Puerto Rico, igual que la de Cuba pero con los colores invertidos. Con su Capitolio de mármol italiano y un 85% de votantes en las elecciones, Puerto Rico es el país con más participación política del mundo.

El barrio del Viejo San Juan es la más pura España caribeña. Lleno de rótulos con nombres y apellidos andaluces, catalanes, canarios, gallegos, castellanos… De militares, frailes, colonos, emigrantes, comerciantes y de reinas y reyes españoles. En su linda plaza de Colón, se tirotearon Silvester Stallone y Antonio Banderas. Más recoleta es la del Museo de Pau Casals, uno de sus vecinos más universales. En sus callejuelas se mezclan artesanos, poetas, artistas, anticuarios, tiendas de marcas de lujo, almacenes populares y muchos estudiantes, turistas y policías de película. Allí, dos locales se disputan la invención de la piña colada.
Un policía en el centro de San Juan, en medio del espectacular despliegue de fuerzas de seguridad que se produjo justo al día siguiente de que se conociera la muerte de Bin Laden La ciudad contemporánea es otra cosa. Portuaria y con un urbanismo que evoca algo de Manhattan y mucho de Las Vegas. Hoteles majestuosos con gastronomía internacional y puertorriqueña, rascacielos de multinacionales y mucho casino. Abierta y viva día y noche. Esencia norteamericana con calma caribeña, es el núcleo duro de las finanzas y los negocios de la zona más estable del Caribe, a pesar de sus huracanes y ese viento cálido que le llega del Sáhara. Un país capaz de inventar también el helado de cebolla y el de arroz y un plato típico como el mofongo es capaz de combinar cualquier cosa.

Como su potente industria de biotecnología con la factoría del ron Bacardí, que abastece a América con su murciélago como emblema. Por eso Ponce es su segunda ciudad y muy distinta, señorial, con altos y orgullosos balcones y más de veinte museos. En Ponce nace la ruta de los cafetales y es la base de la economía de la caña de azúcar. Allí llegaron la máquina de vapor, el ferrocarril y la industria del ron. Fue en la hacienda Merceditas, de la familia Serrallés, venida de Barcelona, que creó el ron Don Q, le puso la triste figura de El Quijote y es otro icono del país. Los partidarios del murciélago y los del ingenioso hidalgo sólo coinciden en que el ron blanco y el oro deben envejecer en madera de roble. Pero el árbol de identidad y oficial de Puerto Rico es la ceiba, “con su madera los indios hacíamos canoas…”.

La playa del resort Villa Montaña, en Isabela
La otra cara del Caribe de playas de postal es Bahía Salinas, donde las explotaciones de sal lo pintan todo de blanco pero arrasan los bosques tropicales y los esqueletos de árboles son como fantasmas en el desierto. Su gente anda preocupada porque “los agujeros en la capa de ozono secan los ríos y amenazan los arrecifes y su belleza”. Es una zona seca y árida que rompe todos los tópicos del trópico. Igual que Cabo Rojo, con acantilados espléndidos y abismos inquietantes. La capital de ese oeste emergente es Mayagüe, tercera ciudad del país. Tiene barrios de nombres tan españoles como Algarrobo, Limón o Naranjales. Y dos de sus distritos electorales más surrealistas son la Isla del Mono y los Islotes de Monito, “aunque ya no vive nadie”. Sus productos típicos son los brazos de gitano, la sangría, la cerveza y el pitorro, un aguardiente que cada cual se hace en su casa a su manera y que fermentan bajo tierra.

Con unos cinco millones de habitantes y más de un millón de puertorriqueños residentes en Nueva York, se nota que Puerto Rico es un estado libre y a qué vecino está asociado. Hace honor a su nombre de Isla del Encanto, y sus ciudadanos ejercen de encantadores. Ahora, quieren que los españoles conozcan el que fue su otro Caribe por algo más que aquel trabalenguas de un moro, un loro, un mico y un señor de Puerto Rico.

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