Sabartés, el amigo desdibujado de Picasso
El confidente y secretario del artista tuvo una doble vida digna de una gran novela
Poeta decadente, gentilhombre, fraile o sátiro... A lo largo de su vida, Picasso retrató una y otra vez a su amigo Jaume Sabartés (Barcelona, 1881-1968) de las más diversas y extrañas maneras. Pero entre los muchos rostros con que lo mostró, hay uno que resulta especialmente inquietante. Lo pintó en 1904 y muestra a un melancólico Sabartés que parece a punto de esbozar una sonrisa, con la mirada perdida detrás de sus anteojos de miope y los extremos del bigote mirando levemente hacia el cielo. El poeta y escultor que se hacía llamar Jacobus y que durante los últimos cinco años había sido cómplice de las primeras farras y aventuras artísticas del genio malagueño está a punto de emprender una segunda y enigmática vida al otro lado del Atlántico, de la que a su regreso, veintitrés años después, no querrá ni hablar. Viaja ligero de equipaje, el retrato enrollado bajo el brazo.
Siguiendo los pasos de Picasso, Sabartés había estado una temporada en el París de 1901 –“la obsesión de ir a París hacía estragos entre nosotros; yo la atrapé sin duda por contagio”, confesaría después en Picasso. Retratos y recuerdos–, pero cuando el pintor decidió tres años después establecerse definitivamente en la capital francesa, él, en un quiebro inesperado, puso rumbo a Guatemala. ¿Los motivos? “Es un misterio, como tantas cosas que tienen que ver con Sabartés. Es uno de esos personajes que aparecen desdibujados en la historia. Para muchos no fue más que un triste secretario, el cancerbero que le filtraba las visitas al genio, pero es una figura clave en Picasso: el gran intérprete de sus silencios y el guardián de sus secretos”, corrige Eduard Vallès, conservador del Museu Picasso. Puestos a especular sobre las razones de este brusco viraje en su hoja de ruta, hay dos hechos que debieron influir en ello. Uno de ellos tiene que ver con la crítica demoledora con la que La Vanguardia acogió el recital literario que un año antes había protagonizado en Els Quatre Gats. Tan seguro estaba el crítico de la justez del varapalo, que escribe: “Para que juzguéis de su obra con arreglo a mi criterio, copiaré dos de sus composiciones”. La otra, seguramente, con el peso insoportable de tener que pechar con el furor creativo del malagueño siendo él mismo artista. “Cuando contemplé la escultura egipcia, supe que aquello era lo que yo habría deseado hacer pero que nunca lograría esa perfección. Y abandoné la idea”.
Se lo contó a Françoise Gilot, madre de Paloma y Claude Picasso, la única del entorno del pintor que, en su libro Vida con Picasso, hace referencia al viaje de Sabartés a Guatemala y a un supuesto matrimonio anterior con una prima suya, según cree haber entendido en el pésimo francés de Picasso. “Hablaba castellano como un andaluz, francés como una criada y catalán como un charnego”, bromea el historiador J.F. Yvars. Pero lo cierto es que sí viajó a Guatemala, atraído por su tío, Francisco Gual, un barcelonés que, frustrado tras perder un ojo en uno de sus intentos por convertirse en torero, decidió hacer las Américas. Sabartés comienza a trabajar en el comercio familiar El Sol –desde guitarras y navajas españolas hasta calcetines o púas de bandurria–, en cuya trastienda cuelga el retrato de Picasso y organiza tertulias literarias. La historia guatemalteca de Sabartés la relató Luis LujánMuñoz, historiador y ex director de los más importantes museos del país, en Jaime Sabartés en Guatemala: 1904-27, editado por la dirección general de Cultura y Bellas Artes. Gracias a él se sabe que al poco de llegar entabló relaciones con la hija de sus caseros, Rosa Robles Corzo, de la que le “cautivó su bella voz y habilidad con el piano”, pero que, ay, una vez casados (en 1908, él tenía 26 años y ella 33), la recién esposada “se negó a volver a manifestar sus cualidades artísticas”. En 1914 nació su único hijo, Mario de Jesús, un niño rubio de grandes ojos azules, con problemas psiquiátricos. Años después, en 1927, abandonó amujer e hijo en Barcelona, adonde habían viajado para someter a Mario a un examen médico (no había nada que hacer). Sabartés desaparece entonces con su primera novia, Mercedes Iglesias.
Este episodio de su vida –Pilar Soto, la gobernanta que le acompañó desde que se vio afectado por una parálisis parcial, explicaba que al final de sus días gritaba el nombre de su hijo– cubrió con un oscuro manto todo lo demás. Pero hasta 1935, cuando Picasso le pide que sea su secretario, Sabartés vive años de gran intensidad. Nada más llegar a Guatemala, participa en la Exposición Internacional con una escultura que le vale una medalla de plata. “Sabartés, como tantas almas escogidas –ese es su pecado–, es un diletante. Acaso ama tanto la belleza que no quiere entregarse a ninguna de sus manifestaciones. Si sólo se diera a una, sería un gran pintor, un gran escultor o un gran hombre de letras”, vaticinó el escritor Arévalo Martínez.
En 1912 se marcha con su esposa a Nueva York. Durante un año sobreviven pintando cojines, y a la vuelta comienza a trabajar como traductor en el diario El Comercio; más tarde dirigirá el Diario de los Altos. Luego, ya con Mercedes, vivirá en Montevideo y años más tarde publicará dos novelas, en francés, sobre el clima opresivo de la dictadura guatemalteca (Don Julian, en 1947, y Son Excellence, en 1949). Entre los muchos retratos que le hicieron los pintores locales, hay uno, de Carlos Valenti, que todavía hoy cuelga en el Museo Nacional de Arte Moderno.
El resto es más conocido. En Picasso. Retratos y recuerdos hay un tremendo vacío entre 1904 y 1935, cuando acude a la llamada de Picasso y “mi vida hace su curso en el cauce de la suya”. La complicidad entre ambos aflora en cada carta, cada broma (“Te escribo para anunciarte que desde esta tarde abandono la pintura, la escultura, el grabado y la poesía para dedicarme enteramente al canto”, le escribe en 1936). Sabartés donó su archivo personal al Museu Picasso con la condición de que no se abriera hasta cincuenta años después de su muerte. Se cumplen en el 2018. Y será entonces cuando dispondremos seguramente de muchas claves que ahora desconocemos para interpretar a Picasso y al propio Sabartés
Parece ser que Picasso no pagó ni un franco a Jaume Sabartés por su dedicación como secretario, pero a cambio le iba regalando un ejemplar de cada uno de sus grabados. De aquella colección personal, que el secretario pensó donar primero a Málaga, la ciudad natal del pintor –el propio Picasso le quitó la idea de la cabeza: el lugar es Barcelona, le dijo–, nació elmuseo de la calle Montcada, inaugurado en 1963 en el palacio Berenguer d'Aguilar con el nombre Colección Sabartés. “La de este museo es la historia de un pequeño milagro”, como lo define su actual director, Pepe Serra, porque no deja de ser prodigioso, una de esas paradojas de la historia, que “en plena dictadura española, el miembro más destacado del Partido Comunista Francés donara más de mil obras a una ciudad con alcalde franquista (Porcioles). Esa es una historia por explicar”.
Serra se refiere a la serie de donaciones que Picasso, muerto Sabartés, en 1968, realiza en su homenaje: las 58 telas que componen la serie Las meninas y el compromiso de seguir enviando al museo grabados dedicados a su amigo... En 1970, con la ampliación al palacio del Baró de Castellet, cede la colección, casi mil obras de juventud, que su familia conservaba en su vivienda del paseo de Gràcia. “Picasso no vino. Nunca vino a ver su museo a Barcelona. El día de la inauguración, el alcalde Porcioles se equivocó hasta tres veces con el nombre del famoso pintor. En lugar de Pablo Picasso, iba diciendo: ‘Pablo Casals, Pablo Casals, Pablo Casals’”, escribió uno de sus sobrinos barceloneses, el doctor Jaume Vilató Ruiz, en un extenso artículo publicado en 1996 en el semanario El Temps.
Aun equivocándose, el caso es que Porcioles, como el propio Sabartés, los Gaspar, Raventós, el notario Noguera..., fue una figura clave en la creación del Museu Picasso. Inicialmente no pudo llevar su nombre y era incluso censurado en algunos periódicos de la época, comorecuerda Josep Maria Cadena, quien no pudo escribir ni una sola vez la palabra Picasso en una crónica para el Diari de Barcelona (el suyo es uno de los relatos que forman parte del archivo oral puesto en marcha por el propio museo, a fin de recabar los testimonios de quienes vivieron en primera persona aquel momento).
Las crónicas firmadas por Juan Cortés en La Vanguardia son entusiastas, pero Serra constata que quienes vivieron aquella inauguración coinciden en que “aquello parecía un funeral”. El director insiste en que hay mucho por contar, porque, más allá del acta notarial sobre la donación, todo lo que existe son relatos fragmentarios e incompletos. “En las negociaciones hubo muchas idas y venidas... El ex ministro Roland Dumas, abogado de Picasso que le asesoró desde el lado francés, me comentaba recientemente que tenía miles de cosas que contar y que alucinaba que nadie le hubiera preguntado. Nos entrevistaremos con él. Necesitamos recabar las piezas de un puzle que seguramente seguirá incompleto pero vivirá menos del tópico y del rumor”.
En esa misma apuesta por seguir propiciando conocimiento, el museo barcelonés y el Reina Sofía publicarán por primera vez en castellano la obra de Sabartés Picasso, documents iconographiques, editado por Pierre Caille, en Ginebra, 1954, un año después de sus Retratos y recuerdos (Afrodisio Aguado), obra esencial para conocer al Picasso más íntimo.
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